Sueños rotos


Era temprano, un domingo cualquiera, solo que esta mañana mi despertador biológico me había sacado de mis sueños antes de llegar a soñarlos. Acurrucada en esta cama vacía pasaban las horas, el calor que mi propio cuerpo me acunaba mientras mil pensamientos se enroscaban en mi mente, liándose y desliándose solos, haciéndome agudizar esa sensación de desasosiego cuando esas mariposas vuelven a mi estómago y descubro que tú ya no estás abrazándome, aferrándote a mí como el niño pequeño se aferra a su peluche por miedo a que se escape pero es, más tarde, él, quien madurando, le deja. Llegó un momento que me harté de esta sensación y que solo quería correr, caminar, gritar, respirar aire fresco, unirme al paisaje verde, quizás irregular… me levanté de un salto, dejando la cama tal cual, me lavé la cara, me puse un vaquero y una camiseta y cogí las llaves del coche con la inmediata necesidad de sentir la libertad. 
Y conduje sin sentido, no sabía a dónde me dirigía pero el solo contacto con el volante, pisar el acelerador mientras escuchaba la música, hacía sentir toda esa sensación extraña que poco antes se había apoderado de mi. Llegué a un valle, rodeada de árboles, aparqué y me puse a caminar. Otra vez con la música en mis oídos pues para mí la soledad más absoluta se encuentra en el silencio, caminé, caminé y seguí caminando. Llegué a lo alto y desde allí, sentada en una piedra pude ver el mar de niebla, recordando ese amanecer que ya una vez había visto desde otra piedra cercana a esta. Me enamoré de la belleza del paisaje, quizás rudo, quizás manipulado y herido por la mano humana pero, sin duda, hermoso, lleno de diferentes tonalidades de verde que llenaban mis ojos y mi alma de una vaga esperanza. Pero al rato me cansé y, en mi rareza, eché de menos el mar, mojar mis piernas cuando viene la marea y sentir las agujas por la frialdad del agua, meterme poco a poco, pero lo suficientemente rápido para no prolongar ese sufrimiento de las agujas clavándose en cada músculo de mi cuerpo, y entonces empezar a nadar, sumergirme, sentir como se enfrían mis pensamientos, como se congela mi corazón y respirar al fin libre. Tomé la decisión, bajé la montaña, me caí un par de veces señalando mis piernas con rasguños pero no importaba. Llegué al coche embarrada pero en mi cara se iba dibujando una pequeña sonrisa que hacía tiempo que no aparecía, al menos, no de verdad. Arranqué y dejé ir a mis manos y pies, viendo señales, tomando direcciones sin saber muy bien a donde ir exactamente, pero sabiendo que fuera donde fuera sería costa. Y me encontré sacando la mano por la ventanilla, creando olas como una cría pequeña, me sentí liberándome, cada vez pesaba menos, a cada minuto que pasaba algo se liberaba y llegué a una pequeña cala. No me molesté en quitarme la ropa, quizás a causa de la locura que aquel día necesitaba, fui mojando mis pies, mis manos y finalmente empecé a nadar, buscando la libertad que un pez tiene en el agua.