Lo que muchos no saben es que los mejores momentos de la vida… son locura.


Lo veo sentado en la mesa desesperado por juntar las piezas de aquel puzle donde algo se escapa, donde algo no encajaba, donde algo simplemente estaba mal.

Lo observaba mientras él solo movía las piezas impávido, como hechizado, con la mirada perdida, quizás, intentando buscar sentido a aquello que una vez lo tuvo pero, quién sabe por qué, hoy no.

Se le ve cojo, le falta una pieza, un trozo que no encaja, aún así, ahí está él, sentado en frente, buscando la solución, sin darse cuenta de que primero hay que saber cuál es el problema.

Por una vez o, mejor dicho, con más ganas que nunca, me gustaría poder introducirme en su cabeza, poder escuchar lo que piensa, poder ver lo que imagina y poder, así, tenderle una mano, darle una pista o simplemente estar ahí.

Lo veo tan destrozado, tan grande y tan pequeño a la vez. Él que siempre ha sido el fuerte, derruido por dentro, ruinas del primer amor, de aquel beso en el coche cuando ella ya se escapaba, de esas primeras emociones cuando ella se apoyaba en su brazo y él la veía tan fuerte y delicada como dos polos opuestos sin saber cuándo va a salir cada uno de ellos, de aquel olor a frambuesa cada mañana en la almohada y, quizás, lo que más, aquellos abrazos sumergido en su pelo donde ella se acababa de perder.

Yo tampoco muevo un músculo de mi cuerpo, apoyada en el marco de la puerta sigo observando y rememorando aquellos tiempos a través de sus suspiros.

Esta vez, a través de uno de ellos, vino una gota de agua, un salto y una carcajada. Porque si. Porque ellos juntos eran así, no había lágrima en los ojos que no saliera espantada y carcajada que no viniese llamada por los ángeles. Eran la viva imagen de la felicidad siempre jugando, siempre peleando, siempre picándose pero, siempre, de la mano.

Recuerdo cuando él llegaba a casa de barro hasta las rodillas pero feliz, no pedía perdón simplemente explicaba que: “columpio arriba, columpio abajo, charco y plooooof”. Era un niño en cuerpo de hombrecito, se le ponía sonrisa de bobote y ojos de estrella y, aunque esa frase pareciera no tener sentido, tenía todo el del mundo, encerraba tardes en el parque donde se turnaban a empujar suavemente el columpio hasta que soltaban una broma y echaban a correr el uno detrás del otro, saltando, por el medio, entre algún charco, mojándose, ensuciándose… viviendo.
Muchos les llamaban locos, niños, pero lo que muchos no saben es que los mejores momentos de la vida… son locura.

Y ahora aquí, la locura parece que se acabó, las lágrimas se deben de haber perdido por el camino pero pronto llegarán y él, sigue mirando hacia el puzle buscando solución cuando el problema es que la pieza que falta se la llevó el silencio, el no hablar, el dejar las cosas pasar, el preferir pasarlo bien que el enfrentarse a la realidad.

Pero esa, es una pieza comodín que sirve para todos los puzles y se adquiere con el tiempo, con la madurez y no te preocupes, él la aprenderá como yo la he aprendido observándole a él.

No dudes que echaré de menos sus besos, sus caricias, sus abrazos, su olor… pero fueron demasiadas las palabras guardadas y, aunque le quiero, cierta parte de mí no puede perdonarle todo lo que un día no nos dijimos.

Las puertas, en esta vida, nunca se cierran, podemos decir que lo hacemos, que ponemos candados y tiramos las llaves a un mar, pero siempre habrá un cerrajero de guardia, en este caso llamado tiempo, que mueve las cosas a su gusto, a su antojo. No sé lo que pasará mañana, no sé si algún día, dejará de doler el verle ahí sentado sabiendo que soy yo, en parte, la culpable y, en parte, la solución y que, lo que he decidido ser, es la enfermedad.

Espero que algún día me perdone, que algún día entienda, que recomponga el puzle y vea que es por el bien de los dos.

Esta vez, soy yo la que deja un silencio… pero que mi querido amigo el tiempo se encargará de llenarlo, cuando llegue el momento.