Tazas humeantes

Invierno. Adoro el invierno. En realidad creo que cada estación tiene su parte mágica: el verano el calor del sol, los días más largos, más tiempo libre, el otoño tiene ese color que enamora, la primavera con ese calor incipiente, con esas flores deseando poner color a todo… y después, después está el invierno.
Quizás es porque llegados a un punto del año lo único que quiero es volver a coger ese abrigo que, al ponerlo, parece un abrazo constante o, quizás, esconderme y hacerme un ovillo debajo de una manta mientras veo una película o una serie.
El invierno tiene mucha magia. Mucha. Recalco otra vez: mucha. 
Quizás es cuando más cobijo busco en mis amigos. Es cuando menos los veo porque cada uno tenemos nuestras ocupaciones pero es cuando más valoro y disfruto el tiempo juntos. Cuando nos reunimos cerca de un líquido caliente: café, chocolate caliente, sopita… y cuando pasamos horas arropados en mantas mientras hacemos el indio…
Es cuando más me abrazo, cuando más busco el calor de otra persona  y es cuando más lo añoro.
Tiene la magia de la nieve. Reconozco que le tengo cierto respeto.  A todo el mundo le encanta la nieve pero no piensan en lo peligrosa que es. Yo… vivo en una lucha. Me encanta la nieve, me encanta ver mi ciudad nevada pero no puedo evitar sentir miedo por todas las personas obligadas a coger el coche, por todas las viejitas (y no tan viejitas, solo que ellas/os tienen más peligro) que pueden resbalar y sufrir una rotura.
Pero sí, intentando dejar este miedo a un lado… la nieve es una de las grandes maravillas del mundo. Nos permite convertirnos en niños pequeños, buscando el objetivo más cercano al que acertar con una bola bien prensada o… a través de la búsqueda de una zanahoria para poner en forma de nariz a una gran bola de nieve que simula ser una cabeza de un muñeco gordito.

O… te da la excusa perfecta para volver a esa sofá, a esconderte debajo de una manta mientras añoras un abrazo que puede llegar antes o después, teniendo mucho mucho cuidado con la traicionera nieve.